jueves, 21 de agosto de 2008

¿Por qué nos gustan las historias?

Por Luis Márquez V.

Cuando uno ve un fenómeno natural como es la Luna en plenitud, rodeada de un halo blanco semejando una corona, en la que se perciben los colores del arco iris, pueden hacerse historias y cuentos de hadas o de terror. Se puede creer que es un augurio o se puede pensar que no es más que una circunstancia atmosférica causada por la humedad que flota en el ambiente. Pero qué pasa cuando alguien nos dice al ver el espectáculo “va a temblar” y uno piensa “qué tiene que ver?” y a los dos días tiembla. Todo tiene explicación: alguna vez leí que en ocasiones la Tierra deja escapar demasiado calor de sus entrañas, que luego flota y provoca esos fenómenos físicos y es a la vez el aviso de que la acumulación de gases y calor pueden desembocar en un movimiento de las placas subterráneas.

Hay que imaginarse un eclipse de Sol o de Luna en la época de los primitivos pobladores del planeta. No podían dar otra explicación a lo que veían más que la de una amenaza de los dioses o un aviso o una petición de algo y entonces empezaron a creer que la única forma de calmar los ímpetus de esos seres poderosos era mediante el sacrificio de animales y aun más que eso, de seres humanos.

El hombre primitivo necesitó expresar sus experiencias, sus vivencias y lo hizo primero a través de pinturas rupestres, y más tarde creó mitos, creó seres extraños a los que adoraba, a los que temía y los cuales lo protegían de la violencia de la naturaleza.

Así nacen las primeras formas de la literatura, a partir de lo que más impresionaba al hombre, antes de inventar la escritura surgió la tradición oral de la literatura, cuentos e historias que platicaban los padres a sus hijos, y éstos a sus hijos, hasta que esas historias y cuentos formaron parte de la tradición de los pueblos y eran parte de su folclor y de sus primeras formas de cultura al crearse las mitologías. El hombre, como individuo, sigue hasta hoy escribiendo todo aquello que más le impresiona, sobre todo aquello para lo que no encuentra explicaciones, como la muerte, lo extraordinario de algún acontecimiento, escribe las historias de amor y de odio, de traición que más lo conmueven. Pero también la tradición oral permanece, las historias, que a veces no son más que chismes, toman cariz de verdaderas. Hacer historias es algo innato, por eso aún me sorprende que haya gente que me pregunta ¿por qué escribes?

Cada hombre en sí mismo es una metáfora de la vida entera de la humanidad, pasamos por una edad similar a la del hombre de las cavernas, el niño todo lo arregla a golpes y pedradas, a gritos sin palabras, pega y sabe que eso hace que otros le teman vive en la ley del más fuerte.

Pinta las paredes como los primitivos pintaban las cuevas y se asombra de todo lo que ve. Crece y entra a las Altas Culturas, a la escuela, empieza a escribir, a leer, se refina (aunque han pasado dos millones de años que el hombre vive y aún no ha terminado de refinarse realmente). Pasa a los grandes descubrimientos, a los inventos, y ya está en la universidad. La Edad Media es la madurez del individuo, el Renacimiento es la expresión del apogeo de su creatividad entre los 40 y 50 años. Deja de creer que todos los fenómenos son hechura de dioses y demonios, las religiones empiezan a dejar de tener la influencia decisiva porque la ciencia empieza a explicar lo que antes sólo las religiones podían hacer. El hombre se aparta de Dios y llega a creerse Dios. Se cree dueño de todo lo que lo rodea y eso le da poder para apropiárselo y destruirlo. Estamos en la era atómica, en la era de la computación y de los robots. Los temblores y muchos de los cambios de temperatura y de ambiente se deben a pruebas nucleares, a la tala inmoderada de los bosques, se deben más a la acción destructiva del hombre que de ciclos de la naturaleza.

El hombre un día será un anciano y volverá a ser un niño, quizá el fin de la humanidad está en las cavernas, en donde las armas vuelvan a ser piedras y lanzas.

Todo esto es como un cuento, como una historia imaginaria, pero es parte de nuestra historia colectiva real.

Así como cada hombre necesita explicárselo todo, la humanidad lo hizo a través de los grandes cuentos, de los grandes libros de historias sagradas, de los mitos y leyendas. Cada uno de nosotros nos reconocemos como seres humanos en la medida en que hacemos lo mismo que ha hecho siempre la humanidad. Del asombro por el eclipse, por el terremoto, por la marejada, por el huracán, al asombro por la maravilla de ver un avión enorme que puede sostenerse en el aire, por saber de un submarino que puede internarse en lo más profundo de los océanos. Todo es material de historias, de novelas, de cuentos y de poemas.

El hombre le copia a la naturaleza y se copia a sí mismo. Todos plagiamos algo, una frase, una vivencia, una experiencia, somos todos pintores de paisaje, inspirados en los que vemos. La literatura surge de la necesidad de atrapar lo que se nos escapa en el tiempo y en el espacio. La necesidad de guardar en la memoria lo que nos pareció maravilloso. Así surge y así sobrevive hasta hoy la literatura, de ese atrapar mariposas, de coleccionarlas, de admirar sus colores. Necesitamos historias y necesitamos atraparlas para siempre, por eso creemos en ellas, queremos que sean verdad, queremos que cada libro que leemos sea verdad y siempre tenemos la sospecha de que lo que leemos es en realidad un suspiro, más que de inspiración, de autobiografía del escritor.

Nuestra naturaleza no nos permite vivir sólo de lo que vemos, sino también de lo que imaginamos o de lo que imaginan otros. La función de la literatura es sensibilizarnos, es enseñarnos cada parcela de la condición humana y no necesita la literatura ser específicamente educativa para educar y para enseñar. Es más, la literatura que se precia de didáctica a veces es la que menos deja huella en la mente, la que se precia de ser moralizante es la que menos cambia los hábitos. Porque hay que decir que nuestra condición humana nos hace siempre dudar, nos hace cuestionar y nos hace revelarnos ante lo que pudiera ser una imposición o lo que se sospecha que puede manipularnos o inducirnos. No nos gusta que nos manejen, y si el mensaje es abiertamente conductista, nos revelamos, por eso creemos más en lo que no parece tener intenciones.

Un profesor de la carrera de periodismo de la UNAM nos decía “¿quieren aprender lo que realmente pasó en la Revolución Mexicana?”, lean El Aguila y la Serpiente o La Sombra del Caudillo, de Martín Luis Guzamán; lean Los de Abajo o Los Caciques, de Mariano Azuela; Ulises Criollo, de José Vasconcelos; Los Relámpagos de Agosto, de Jorge Ibargüengoitia. Ahí está la verdadera historia, que no fue escrita por historiadores, sino por pintores de paisajes, por retratistas de la realidad. ¿Quieren saber cómo era la vida de la Rusia zarista?, lean a Dostoievsky, a Máximo Gorki, a Gogol a León Tolstoi. ¿Quieren sabe cómo era la Francia del siglo pasado?, lean a Stendhal, a Emilio Zolá, a Gustav Flaubert. ¿Quieren saber cómo es el México de hoy?, lean a Carlos Fuentes, lean a José Emilio Pacheco, a Sergio Pitol, a… en fin, a las decenas de autores jóvenes, y no tan jóvenes, que están escribiendo entre todos la novela del México de hoy. Sobre todo cuando esas novelas y cuentos asoman a la ventana de lo universal y no se quedan en lo telúrico, en lo de la tierra de uno, sino que sus propuestas, sus valores, sus temas, alcanzan categoría universal; es decir, cuando lo que le ocurre a un personaje de Juan Rulfo, le podría ocurrir a un campesino francés o a un citadino de Nueva York, con tan solo cambiar la escenografía y los nombres. Descubrir y describir los valores universales, es hablar del hombre, esté donde esté, haga lo que haga, crea y piense lo que quiera.

La enseñanza de la literatura se da a través del divertimento. Como aprender jugando. Llega más al corazón en la medida en que es sincera y escarba en lo profundo del ser. No importa su temática, las formas literarias que le quiera dar el autor, importa su efectividad para conmover, para hacer suspirar, soñar, sufrir, sentir amor, etcétera.

Recuerdo una anécdota que sucedió allá en los años 60s en la Pampa argentina. Se reunieron un grupo de escritores nacidos en el campo y que escribían historias para educar a los campesinos, les hablaban de cómo labrar la tierra, de qué tipo de comida era la más nutritiva, de cómo cazar animales, de cómo domesticarlos. Todo esto mediante cuentos. Entre los presentes estaba Julio Cortázar, uno de los grandes maestros del cuento y del relato corto. Le pidieron a Cortázar que leyera alguno de sus cuentos y leyó uno de misterio, que no tenía nada de didáctico, ni ningún mensaje moralista. Al terminar de leer su cuento, todos los campesinos se pusieron de pie para aplaudirle y le pidieron que les contara otro. Los escritores didácticos no podían creerlo y les parecía que eso desviaba la atención de un programa que se había propuesto el gobierno. Pero se descubrió que lo que querían los oyentes eran historias que los hicieran soñar, que los hicieran vivir a través de los cuentos.

Ese quizá fue el inicio del gusto por la lectura de una comunidad campesina. Y no se lo debieron a los cuentos didácticos, sino a los de misterio.

Al niño que se le cuentan cuentos antes de dormir, y esos cuentos le agradan, lo emocionan, le despiertan la imaginación, puede que se le está fomentando el amor a la lectura.

Hemos hablado hasta aquí de esa necesidad de escuchar y de leer historias. Pero falta el otro lado de la moneda, el hacerlas, el inventarlas, el crearlas o copiarlas de la realidad. Creo que todo escritor es en mayor o menor medida un plagiario. Es difícil creer que alguien haga una novela o un cuento sin basarse en nada que exista.

El círculo se cierra cuando hay un escritor y un lector, un hablante y un escucha. Sin uno de los dos, no hay literatura. El lector, aunque sea difícil de creer, es también, en gran parte, el inventor de la historia. Sin una interpretación de los hechos, la historia podría quedar incompleta. La literatura lo que hace es sugerir, recordar el pasado, inventar lo que pudo suceder, excavar en el alma humana. ¿Por qué? Porque sólo a través de la literatura y del arte en general se llega a conocer la dimensión exacta de lo humano. Se hacen radiografías y se estudia al hombre. ¿Qué puede haber más importante que el propio hombre? Por eso no se puede hacer una historia que parta de la nada. Hay que dirigirse al hombre, porque el hombre es el motivo y el destino de cualquier tipo de literatura.

Por eso la literatura debe pensar en los niños y en los jóvenes, para iniciarlos, para motivarlos, para enseñarles sin ser propagandista, sin ser doctrinaria, ni siquiera didáctica. La enseñanza está en la descripción y narración que se hace de una situación, de una o varias personas plasmadas mediante el artificio de la ficción. Lo importante es que el lector sienta una identificación y pueda ser conmovido, pueda por medio de una historia armar otra en su mente y también le pueda servir de experiencia en la vida. Ésa es la alfaguara que nos alimenta a diario, la literatura que induce a crear más literatura.

21 de agosto de 2008.